Cultura y Espectáculos

Crítica de cine: El Rey León

Es inerte, inexpresiva, pero, hakuna matata, ¡es El rey león! El filme de Jon Favreau (El libro de la selva) es un festín a la vista. No es un remake en imagen real, sino una animación en CG fotorrealista, y aunque luzca más auténtica, la experiencia es más fría.

Por: Esteban Andaur 29 de Julio 2019
Fotografía: Disney

Todo arte es tecnología. George Lucas dijo eso. Sin embargo, hay veces en que la tecnología oscurece cualquier pretensión artística. El rey león (2019), el nuevo remake de Disney hecho en CG fotorrealista, a menudo cae en esto último. Lo han vendido como un filme en imagen real; no lo es. Quizá los fondos de los fotogramas sean verosímiles, pero, según yo, los fondos, por fidedignos a la sabana que luzcan, no constituyen lo que yo llamaría << actores humanos >>. Así que es otra peli animada, punto.

Los ejecutivos de Disney no pueden ser más descarados. No sé por qué asumen que el << realismo >> es sinónimo de << calidad >> o de << honestidad >>; las asociaciones falsas justifican el marketing cínico y desorientador.

El director es Jon Favreau, famoso por interpretar a Happy Hogan en el UCM, y por haber dirigido el mejor remake de un clásico de Disney a la fecha, uno que sí cuenta como imagen real, El libro de la selva (2016). Favreau abordó esa historia desde una perspectiva diferente, había una cualidad humana conmovedora, y poseía un genuino sentido de la aventura; básicamente, todo lo que le falta a su versión de la saga de Simba.

El libro de la selva ganó un merecido Óscar por sus efectos visuales revolucionarios, los cuales están desplegados, actualizados, en todo su esplendor en El rey león. ¡Efectos especiales! ¡Hermoso! ¡Felicitaciones! ¡No es lo que necesitamos! La innovación tecnológica no reemplaza la sustancia narrativa. ¿A quién le importa cuando no está Mowgli o un ser humano cualquiera?

Supongamos que fuera una obra de arte pop. Como reiteración, consigue evocar los sentimientos que el largometraje de 1994 produjo en millones de niños de mi generación. Hay escenas completas y cuadros específicos que recrean con lujo de detalles la visualidad de antaño. Incluso James Earl Jones, también conocido como Darth Vader, es Mufasa otra vez. Empero, el asombro se agota ya en la secuencia de << El ciclo sin fin >>; la historia precisa recursos más complejos, y el enfoque naturalista, hiperrealista, lo que sea, no es suficiente, frustrando la promesa pop.

Ahora bien, suele ser interesante de ver. El director de fotografía Caleb Deschanel captura bellos paisajes ocres, y acompañados de nuevas composiciones de Hans Zimmer (quien ganó un Óscar por su partitura de la cinta original), crean una estética semejante a un documental de la naturaleza que emiten en el cable. Por ejemplo, una escena que representa el quehacer diario de un escarabajo, que se vería vulgar en dibujos animados, aquí es pertinente y tierna, debido al enfoque naturalista.

Entonces ¿cómo es que todo resulta menos convincente? Cuando Simba comienza a hablar, la cosa se pone extraña. Pese a que se lamente entre sollozos (en un punto de giro a estas alturas obvio, y que no revelaré, para que algunos no se mosqueen por spoilers), su cara no nos dice nada. Es el rostro de un animal, y tales rostros son incapaces de transmitir emoción humana, la cual sí era comunicada en los dibujos animados, tanto, que en esa expresividad residía bastante del impacto del primer filme. El CG es un autoboicot, nos distancia del relato.

Simba emerge como un protagonista más o menos feble, ya que su arco no es tan impactante: al principio es gracioso, después, patético, y la mezcla funciona en cuanto empatizamos con él. No obstante, su viaje interior depende más de un subtexto patriarcal, impuesto como jerarquía a la fauna de la sabana, que de una identidad especial. Esto pasaba inadvertido antes, debido a que los dibujos en 2D abrumaban nuestros sentidos con su exuberancia visual, como en la fantasía del número musical de << Yo quisiera ya ser el rey >>, fantasías que en el filme de Favreau no tienen cabida.

La cosa se pone aún más rara cuando, por ejemplo, Simba y Nala se refieren a Zazú como el << dodo >>, un ave de Alicia en el País de las Maravillas (1951). Es decir, estos leoncitos leen a Carroll y están familiarizados con el canon de películas del estudio que les da vida. Y hay otra referencia a un clásico de Disney, pero qué más da, hakuna matata.

Por fortuna, la frialdad general es aplacada un poco con la llegada de Timón y Pumba, en la voz de Billy Eichner y Seth Rogen, respectivamente. Las payasadas entre ambos apelan a la sensibilidad de los niños de hoy, y sacan verdaderas carcajadas. El dúo cómico es la panacea de esta empresa inerte, haciéndola accesible desde que aparecen hasta el final, restaurando parte de la magia.

Si la cinta animada tenía pasajes de violencia caricaturesca, cuya función era sacar risas, esto no sucede aquí; el realismo impide que tal violencia sea cómica. En cambio, cuando los leones luchan, la violencia es apropiada e intimidante, porque no corre el riesgo de la ambigüedad moral.

Aunque sea un festín para los ojos, El rey león se estanca en una redundancia cara que amenaza con empequeñecer el legado de la original. Pudieron haber hecho la versión cinematográfica del exitoso musical de Broadway. Aquélla sería una propuesta innovadora, sensata, de las que necesitamos, y Disney todavía más.

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