Cultura y Espectáculos

El patio de atrás: Caleta de Aventuras

¡Tírate por la loma!, ponle cera a la tabla!, eran algunos de los gritos que solía oír de Guillermo cuando nos tirábamos en las “chalacas”.

Por: Diario Concepción 09 de Octubre 2019
Fotografía: Romina Peña

Por Ximena Perone / Ilustración por Romina Peña

El Chato, como le decíamos, era un niño de cabellos dorados, ojos verdosos y de tantas pecas, como estrellas podíamos ver en la oscura noche marina. A sus once años, este hijo de pescadores, lideraba cuanta travesura asomaba en aquellos días de verano en la caleta. Nos íbamos cerro arriba, por los pastos secos, cosa de encontrar la pendiente más rápida y empinada para lanzarnos sin mediar peligro, con el mar de frente y poniendo freno antes de llegar a los acantilados. La “chalaca”, no era más que un trozo de tabla, de aquellos que varaban en la playa, con harta cera o vela derretida y que de esta forma, no oponía resistencia alguna, cuando nos tirábamos loma abajo. Las risas y los porrazos son capítulo aparte. Pero de todos los golpes se aprende algo.

Este era uno de los tantos juegos que surgían mientras contemplábamos a los botecitos entrando por aquella pequeña y hermosa bahía, cargados de piures, picorocos, locos, jaivas y erizos. Era una escena cotidiana, pero también una aventura que nos hacía correr a toda velocidad desde los cerros hacia la orilla para descubrir los tesoros marinos en manos de los pescadores. Aquel primer encuentro marcó mi admiración por la cocina costera. Recuerdo que tirábamos los botes con cuerdas para estacionarlos en la arena. Allí comenzaba el desembarco de los sacos misteriosos que nos acercaban a las mágicas profundidades oceánicas. En aquella playita habían construido una ramada. Allí, los hombres del mar podían descansar de los quemantes rayos del sol y de una agotadora jornada de pesca. Con unos leños armaban una pequeña fogata y sobre ella ponían una parrilla en la que iría una gran olla vieja y negra pintada por el carbón. Compañera de tantas batallas, tan necesaria para cocinar el caldillo más delicioso que recuerdo, de aquellos veranos en la caleta. Un poco de apio de mar, chapes o lapas arrancados de su concha, un par de peces de roca como cabrillas, rollizos o los espeluznantes “chalacos”, un pez de color verde que tenía dos dientes como un ratón y una ventosa en su panza que le permitía adherirse a las rocas para protegerse de sus captores. Estos eran algunos de los ingredientes que junto a un poco de agua de vertiente, se cocinaban a pleno fuego, para saciar los hambrientos estómagos de esos fuertes y morenos hombres que remaban sin parar. Era tan bonito escuchar sus carcajadas, contando las peripecias e historias de alta mar, mientras uno de ellos, el Fermín, se preocupaba de revolver el caldillo con una particular cuchara fruto de la creatividad y la improvisación.

Recuerdo en sus manos un palito de madera de unos 20 centímetros de largo, al que le hacía un corte con su filosa cuchilla plateada. Allí, en ese corte, introducía a presión una gran concha de loco. El resultado, un cucharón!, qué cucharón!. Todo estaba listo para degustar tan sabrosa preparación…en aquella olla habitaban los sabores de nuestro territorio y de nuestra vida silvestre. Un caldillo que acompañado de cuyes o tréboles de roca, se convertía en la mejor comida de ese día, para esos hombres, niños y niñas… y para mis recuerdos…días en los que rodábamos cuesta abajo con las rodillas peladas, un porrazo con sabor a realidad, a valorar lo hermoso que es, que después de tantas horas de trabajo en el mar, esas manos cocinaran entre risas e historias, el mejor alimento para el alma.

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