Cultura y Espectáculos

Crítica de cine: Ema

El filme que compitió por el León de Oro en Venecia, es una decepción. Y aunque la ambición de Pablo Larraín es meritoria, confunde sensacionalismo por drama, la fotografía es dudosa, y los diálogos son desconcertantes. No y Jackie son mejores películas.

Por: Esteban Andaur 06 de Octubre 2019
Fotografía: Diario Concepción

Cuando vi No, la mejor película de Pablo Larraín, sentí una urgente curiosidad por saber quién era este nuevo director. Después leí que era el mismo hombre detrás de Fuga (2006) y Tony Manero (2008), y aparte de caer en la cuenta de que no era nadie nuevo, quedé ¡plop! Desde entonces, cada vez que está a punto de estrenar algo, digo << ahora sí, ahora se la puede, ahora es el momento >>. Ema (2019), que compitió por el León de Oro en Venecia, es otra decepción, una cosa insípida. Me desazona tanto recordarla que me hace querer activar de una vez por todas mi glándula pineal.

Mira, le doy crédito por su ambición. No es frecuente ver en nuestro cine algo que aspire a ser un musical; bueno, más o menos. Es una rareza bienvenida, pero sólo en ese sentido. Además, nótese que es el tipo de película del que la gente suele decir << ése es el punto, so idiota >>. << Ése es el punto, yo vi el punto, tú no viste el punto, te gané >>. Eh… no.

La historia va acerca de una joven millennial que acaba de perder la tutela de Polo, su hijo adoptivo, por enseñarle a quemar cosas, lo que culminó con el pequeño quemándole la cara a su tía. La madre del año es Ema (Mariana DiGirólamo), una profesora de expresión corporal casada con un coreógrafo de danza contemporánea, Gastón (Gael García Bernal), quien es infértil, razón por la cual decidieron adoptar.

Ella es la estrella de su nuevo montaje, el cual comprende una proyección de una esfera en llamas sobre una pared gigante, como un Sol, pero yo digo que es un óvulo. Los bailarines, hombres y mujeres vestidos de una licra grisácea, se mueven frente a la proyección, a veces simulando un proceso de apareamiento divididos en dos grandes grupos; Ema está al centro, << la elegida >>. La escena está salpicada de flashbacks del hospital donde su hermana está internada y de la vulgar riña posterior entre el matrimonio. Sí, esta danza es la metáfora de una fecundación que nunca fue. La mezcla de tiempos narrativos es abandonada pronto e, inexplicablemente, el filme sigue un progreso lineal.

El guion de Larraín, Alejandro Moreno y Guillermo Calderón (Araña) está repleto de diálogos desaliñados y desconcertantes. Algunos hasta son poéticos e incluyen metáforas horrendas (¿perros ahogados con bolsas de plástico?, ¿en serio?) y las descripciones más básicas tanto del coito como de las relaciones familiares; parece más guion de Marialy Rivas que de Wim Wenders. Encima, lo que sale de las bocas de los personajes es profuso en improperios, tanto que no resultan naturales. Larraín no es Scorsese cuando se trata de diálogos groseros, mas estoy seguro de que pensó en él cuando escribía.

Aun cuando los intercambios entre personajes consistan, en su gran mayoría, en exposición y resentimiento, ellos no están desarrollados a un nivel en que uno pueda entender el origen de su malestar, porque son muy odiosos y pareciera que tampoco muy inteligentes.

Disipando la niebla de conceptos atingentes y abstractos, el filme quiere hablarnos de El Sistema y de cómo le falla a los más humildes. Ema culpa a todos a su alrededor de su fracaso como madre: a la empleada del Sename por no ser más compasiva, a su esposo por ser un << chancho infértil >>, a su propia madre por ser tan reprimida; cuando fue ella sola quien le enseñó al niño a ser un pirómano, y << es mi hijo, puede chuparme entera si quiere >>. No hay nada como el amor materno.

Sabemos que El Sistema está al servicio del niño, no de una mujer veleidosa. Y él es rescatado. Si querían denunciar cuán defectuoso es el Sename, fracasaron, ya que aquí el organismo estatal funciona, es operante. Pese a todo, la representación de El Sistema es beneficiosa. Entonces ¿por qué tendría que compadecerme de un monstruo como Ema? Quizá podría, si la historia estableciera que su tragedia es que no tiene otra posibilidad que comportarse de esa forma. Sin embargo, siempre es plenamente consciente de las decisiones atroces que toma. No hay una fuerza superior que la haga obrar mal. Y hay otras opciones para que ella consiga ejercer una maternidad saludable; un divorcio sería un buen comienzo.

El problema fatal de la película es que nunca asume que el personaje del título es una abusadora infantil. En su lugar, la ve como una víctima y, de consiguiente, la historia adolece de una fundamental carencia de motivación. Por eso me pregunto si esto es en serio, una pregunta justa.

Y todavía es una víctima cuando se reencuentra con Polo, y escuchamos de fondo la música melosa de Nicolás Jaar. Su partitura es a menudo refrescante y es empleada con mucha efectividad durante transiciones, tejido conectivo del cual no hay suficiente, y tenemos escenas concatenadas de golpe con una desprolijidad que no es visceral ni expresiva.

El director de fotografía Sergio Armstrong consigue vibrantes colores saturados en las escenas de baile; pero, en general, las composiciones persisten en ser extrañas, lo que Larraín espera que interpretemos como << transgresivo >>, y recordé lo mal que la fotografía puede salir bajo una dirección pobre. Es que el cineasta no se queda tranquilo y tiene que añadirle recursos efectistas a su puesta en escena, para ser << diferente >>. Así, las coreografías de José Vidal están filmadas en su mayor parte en planos medios y planos medios cortos. O sea, perdemos más de la mitad de la información de los bailes, por ejemplo, en la elaborada secuencia en los cerros de Valparaíso (un tour por la ciudad), boicoteando el trabajo de Vidal y de los actores (sacados de las teleseries de la señal abierta que nombres), quienes impresionan con su elasticidad corporal, especialmente DiGirólamo. El director necesita más Bob Fosse en su vida.

¿Saben los realizadores qué es el reguetón? Yo menos, me quedé con las dudas. En cambio, el símbolo del lanzallamas es transparente, la ira interior y cómo ésta explota destruyendo todo a su paso en el exterior, oh…

Y ésas no son las únicas capas. La protagonista es bisexual y, adivinaste, hay sexo, cuyo procedimiento es mecánico. No rompe las reglas. Las escenas son breves y están subrayadas por la música sombría de Jaar. Si aquí el sexo esconde dolor, ¿cuál es ese dolor? Es un enfoque similar al que Larraín utilizó en la escena de sexo gratuita de la versión televisiva de No, ausente en el corte cinematográfico. Si el reguetón facilita la liberación de los personajes, deberían atreverse más, divertirse, sonreír. La visión del sexo aquí es tan negativa y sórdida como espiar a una pareja a través del espejo lateral de un camión de bomberos. << Miren la cochiná que están haciendo estos dos >>. Es un sesgo UDI.

En Jackie (2016), su segunda mejor película, nos ofreció introspecciones delicadas del duelo y la conducta humana. Asimismo, su protagonista era una mujer y Jackie era un filme que sabía de qué se trataba. Ema no sabe nada, no tiene forma, confunde sensacionalismo por drama. ¿Es este el estándar de nuestra cinematografía?

Por sobre los sesgos de cualquier índole, los símbolos y metáforas y abstracciones, el prosaísmo y el sinsentido, Ema representa el establishment del cine chileno actual. Y yo estoy en contra. Ah, pero es poética. El título rima con << mamá >>. También rima con << pésima >>, por si acaso.

Etiquetas