Cultura y Espectáculos

Crítica de cine: Había una vez… en Hollywood

Con su última entrega, Tarantino se ha liberado de la idea popular de sí mismo para reclamar su esencia. Por consiguiente, con Había una vez… en Hollywood (2019) nos regala su pieza más fluida, vigorosa, honesta y quizá personal desde Kill Bill volumen 2.

Por: Esteban Andaur 22 de Septiembre 2019
Fotografía: Referencial

Me imagino a Quentin Tarantino caminando por las calles de Los Ángeles, recordando los cines a los que iba en su adolescencia, los anuncios de próximos estrenos, los televisores en blanco y negro que emitían series de asesinatos y vaqueros, paseos de estrellas, a lo mejor un encuentro con alguna celebridad. Espera un momento: ¿acaso no es él mismo una celebridad también? Por supuesto que sí. El director sabe tan bien lo que es, que no se molesta en difuminar sus referencias a otros filmes en los suyos. Tarantino es él y las películas que han informado su existencia. Su amor por el celuloide, por las ilusiones y las formas de crearlas, es tan absoluto, que no tiene por qué esconderlo. La intertextualidad es inevitable en él, es, de hecho, un requisito, y por eso es tan explícita; es su manera de reconocer, evocar, elogiar, canalizar, el lugar tan consciente de sí mismo que nutrió su genio: el ególatra Hollywood.

Lo que me hace pensar que un artista con una identidad tan sólida y única, siente el impulso de volver a sus raíces de vez en cuando. Y así como Martin Scorsese necesita Nueva York, Tarantino necesita Los Ángeles. Mas este regreso es diferente. Ya se ha consagrado como uno de los grandes de todos los tiempos. Su narración ya no está dificultada por agendas políticas pesadas como en Bastardos sin gloria (2009) o Django sin cadenas (2012), excelentes filmes, por si acaso. Prescinde de los diálogos pretenciosos e insufribles de Los ocho más odiados, y de la violencia banal y fatigadora de aquélla. Está liberado de la recurrente división en capítulos. En el fondo, se ha liberado de la idea popular de sí, para reclamar su esencia. De consiguiente, nos entrega su pieza más fluida, vigorosa, honesta y quizá personal con Había una vez… en Hollywood (2019). Desde Kill Bill: Volumen 2 (2004) que no veía una película suya tan apasionante.

Está ambientada en 1969, el año de los asesinatos de la familia Manson. La historia va de esto, desde luego, pero refleja la actitud contemplativa del director en esta etapa de su carrera.

El protagonista es Rick Dalton (Leonardo DiCaprio), un actor que no ha podido hacer una exitosa transición al cine en más de diez años, desde sus comienzos prometedores en una serie del lejano Oeste. Su soledad y baja autoestima se traducen en un problema con la bebida. Además, es un llorón y no puede controlar su lenguaje soez. El mejor amigo de este pelele, su hombro para llorar y asistente para, bueno, todo, es Cliff Booth (Brad Pitt), su doble de acción. Cliff tiene un pasado sórdido, y cuando se saca la polera, su torso luce tanto los músculos como las feas cicatrices que le han dejado sus rutinas de arriesgadas piruetas.

Mientras que Rick reside en una gran casa hollywoodense atormentado por su fracaso, Cliff vive en un remolque junto a su pit bull Brandy. Pese a sus estilos de vida disímiles, estos hombres han compartido años trabajando juntos tras las cámaras; también comparten la soledad de aquéllos que son invisibles en su trabajo, pues han sido marginados por el star system, que debe ser la cosa más cruel allá. La confianza y la lealtad son naturales en esta amistad, y éstos son los personajes que precisa el guion de Q: un par de hombres de bajo perfil cuyo vínculo represente la estructura de Hollywood, para poner su énfasis en verdaderas celebridades.

Reescribiendo la historia

La actriz Sharon Tate (Margot Robbie) se muda junto a su marido, el realizador polaco Roman Polanski, justo al lado de Rick. Roman se la pasa fuera de casa, mientras que Sharon escucha música a altos decibeles todo el día, sale de parranda, de compras, y un largo y repetitivo etcétera del ocio de los famosos. Vemos a Charles Manson, pero en una escena tan breve que pronto desaparece y no lo extrañamos. Había una vez… en Hollywood no se trata de él, después de todo. Tampoco de Polanski, quien carece de líneas y es visto sólo a la distancia. Tarantino sabe que si vemos versiones de estos dos, encima, en un solo filme, no veremos a los personajes, sino sus reputaciones. La película se trata de cómo Quentin Tarantino ajusta la historia de L.A. a sus sueños.

Robbie está perfecta como Tate, dándole la energía física de una veinteañera y la mirada cándida de una actriz que aún idealiza su fuente de ingresos. En cierto sentido, canaliza su personalidad a la esposa de Polanski; Robbie es tal vez la actriz que mejor representa la noción de una estrella clásica en nuestro tiempo, y su talento, atrevidas elecciones de papeles y belleza física, son prueba de ello. Ostenta la autoridad para revivir a una leyenda en la gran pantalla.

Como un honor póstumo, los registros de la verdadera Tate no están intervenidos digitalmente para insertar a Robbie en su lugar. El punto es que advirtamos la artificiosidad de la puesta en escena, y que apreciemos y amemos lo que se hacía en los viejos tiempos. En una de las escenas más conmovedoras, Sharon está visionando una de sus propias cintas, una de acción, en una sala de cine medio llena. Robbie emula en la butaca los movimientos de brazos que Tate ejecuta en la proyección. Éste es un relato de gente que es consumida por el oficio del entretenimiento, que no puede escapar de él y no quiere hacerlo por ningún motivo. El trabajo está por encima de todo. Si Cliff dejase de ser el doble de acción de Rick, por ejemplo, dejaría de ser él mismo.

DiCaprio y Pitt derrochan química, sus diálogos y las payasadas que intercambian son memorables, pues están entregadas con la espontaneidad de una amistad profunda. Esto es lo que los grandes actores hacen con un guion genial.

El metraje es de 161 minutos y no lo sentí excesivo. Cada escena es un deleite de ingenio y visualidad, formando un todo extraño, indignante y bello. Las escenas son largas, como si Q quisiera permanecer un poco más de tiempo en ellas y acariciar con su mirada los bordes del fotograma, los colores, las calles anchas, escuchar un poco más la música de la radio del auto de Cliff.

Cuento de hadas (?)

Es un viaje en el tiempo hecho visceral por el impresionante diseño de producción, que implicó intervenir calles y edificios, y construir sets de series de vaqueros, comerciales, restaurantes, etc. El director de fotografía Robert Richardson logra rescatar la textura, la luz, la gracia de la cámara de cine de los 60, y el montajista Fred Raskin consigue una fluidez segura, sin prisa, y sus cortes son agudos y sutiles.

La inevitable carga revisionista la encierra el personaje de DiCaprio, que funciona como una parodia de John Wayne. Y el director hasta llega a parodiar su propia filmografía, como Bastardos.

Lo mejor de Había una vez… es que es una experiencia comunal. El momento en que el fiel doble llega donde viven los Manson es terrorífico, tememos por su vida. Que tal efecto sea general y poderoso, se debe al gran talento de Tarantino; asume que aborrecemos los asesinatos de los Manson, y, por ende, nuestro miedo aflora. Él conoce a su público y, siempre tan lúdico, juega con nosotros como un niño con un revólver.

El título es perfecto. Ahora bien, Tarantino no despliega un cuento de hadas ante nuestros ojos tan fácilmente; sino que nos entrega una metaficción y arquetipos (Sharon Tate es una princesa que hay que rescatar) para que lo configuremos así en nuestra mente. Esto es claro sobre todo en esa última escena, ese último plano colmado de añoranza. Ésta es una de las mejores películas de su brillante carrera.

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