Cultura y Espectáculos

Cortos documentales: Cuatro nominados

Esta categoría detenta una conciencia social importante, lo que la Academia ha privilegiado estos últimos años. La excelencia también es consistente aquí.

Por: Esteban Andaur 10 de Febrero 2019
Fotografía: A Night at the Garden

A Night at the Garden

En la noche del 20 de febrero de 1939, un miembro del partido nazi, siete meses antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial, es el invitado de honor de un congreso de supremacistas blancos en el Madison Square Garden, Nueva York. El alemán, delante de dos banderas nazis y dos banderas de la Confederación, destacó cómo nazis y estadounidenses compartían ideales de naciones gobernadas por gentiles, etc., etc.

Oír perorar a ese hombre puede ser de lo más innecesario y ridículo, pero el director Marshall Curry se encargó de hacerlo. Por supuesto que el congreso duró más de los siete minutos de duración de A Night at the Garden, compuesto sólo por material de archivo filmado ahí, mas la capacidad de síntesis del cineasta es impresionante, y comporta una excepción que el género del metraje encontrado sea reconocido por la Academia.

Los extractos son precisos en lo fundamental de la infame reunión (puras idioteces y la típica solemnidad), y el montaje, aunque luzca sencillo, implica un tratamiento cuidadoso del material. En otras manos, A Night correría el riesgo de ser propaganda resucitada de antaño. Curry, en cambio, lo reinterpreta, anulando el racismo y la xenofobia con un uso persuasivo de la cámara lenta y de la música.

Es evidente la conexión que Curry establece entre este congreso y la administración de Trump. Muchos pensarían que estas ideologías podrían despertar otra vez. La verdad es que nunca han dormido, ni fenecido, y la indignación que causa el corto es urgente y bienvenida.

Black Sheep

Cornelius Walker se mudó a los 10 años a Essex, debido al asesinato de un niño de su misma edad en Londres, donde residía con sus padres y hermano menor. Sin embargo, su nuevo vecindario estaba dominado por dos pandillas racistas, de las que fue víctima un día. Para olvidar y evitar los golpes y las heridas, y mimetizarse con los matones y ser uno más de ellos, decidió usar lentes de contacto azules, blanquear la piel de su cara y perseguir a quien tuviera su mismo color de piel por las calles. Ahora está arrepentido.

Del director Ed Perkins, Black Sheep nos da cuenta en primera persona de esta etapa oscura en la vida de Cornelius, narrada por él mismo en un primerísimo primer plano. Su rostro es transparente al recordar las imágenes vívidas de él pateando a un muchacho negro o gritando de impotencia en su habitación. ¿Es sólo su suerte? ¿Se habrá ensañado el destino con él?

Los recuerdos están plasmados en recreaciones, fotografiadas en tonos azulados, casi húmedos, al estilo de Moonlight (2016) de Barry Jenkins. Empero, la voz de Cornelius suena más golpeada que la violencia contenida en los fotogramas. La verdad de su rostro, sus declaraciones y sus pausas, es más asoladora. Vuelve al pasado, lo revive ante nuestros ojos, y quiere ser redimido. ¿Podrá redimirse a sí mismo antes? ¿Y hay una resolución al final del cortometraje? ¿Puede haber una, más allá de la memoria pura?

Black Sheep es una dolorosa evocación del racismo en Inglaterra hace tan sólo algunos años, y las formas monstruosas que los seres humanos a veces asumen para combatir el abuso y la marginación.

Black Sheep

La partida final

Los directores Rob Epstein y Jeffrey Friedman se adentran en la unidad de cuidados paliativos de un hospital en San Francisco y el hospicio al cual a veces derivan a pacientes terminales de cáncer terminal, creando una visión panorámica de los médicos, enfermeros, los pacientes y las familias de éstos.

La muerte sigue siendo un tema tabú, y vemos cómo los profesionales de la salud ayudan a estas personas en la más profunda angustia, a vencer sus aprensiones respecto a la muerte y la enfermedad, y a convivir en paz con lo que les toca vivir antes del momento final.

Es un visionado difícil, incluso más duro si conoces el cáncer de primera fuente. Es desgarrador ver a la madre de Mitra, una paciente iraní, decidir por su hija cuando ésta pierde la conciencia. El gran logro de La partida final es que no pierde de vista el sufrimiento humano, pero no es sensacionalista al respecto; nos pide aceptar los hechos de la vida con la seriedad pertinente, y nos abre los ojos a la oportunidad de dotar de belleza estos hechos.

Uno de los médicos, que perdió ambas piernas y un brazo en un accidente, nos dan cuenta de su propio proceso de adaptarse a su nueva vida y a la eventualidad de la muerte. Es uno de los mejores portavoces de un pensamiento luminoso y constructivo para los enfermos, una reconfiguración mental y espiritual que no es charlatanería.

Percibí un énfasis mayor al caso de Mitra, tal vez porque su familia estaba siempre a su alrededor y proveía más material para los realizadores; aunque no lo justifico teniendo a más personajes en un metraje de 40 minutos, el más extenso de los nominados.

La partida final

Lifeboat

Dirigido por Skye Fitzgerald, este corto registra una misión de rescate de migrantes libios en el Mar Mediterráneo, llevada a cabo por la ONG Sea-Watch. Empieza en la costa de Libia, donde los cadáveres de aquellos que no lo lograron y sucumbieron en la mar, debido al peso de las naves (en su mayoría, botes salvavidas), la deshidratación o la insolación, son recogidos por sus compatriotas. Escuchamos en off el número de fallecidos tras cada bote que zarpa hacia un futuro mejor en Europa.

Jon Castle, uno de los voluntarios de Sea-Watch, nos relata con una voz cansina, lo que para él significa ir al rescate de los libios en su propia embarcación (el verdadero bote salvavidas del título), y cómo cambia la perspectiva de la situación entre los reportajes de la crisis de los refugiados en Europa, y ver sus rostros ahí mismo en el océano. Lifeboat acorta esta distancia para toda la audiencia mundial que se digne verlo.

La personalidad heroica y tranquila de Castle (él es uno de muchos con el tiempo y la tecnología necesaria para hacer algo) nos infunde esperanza, un sentimiento necesario luego de la introducción cruda y mientras los voluntarios van al encuentro de los botes. Las personas, que albergan las historias más atroces de violencia y aprisionamiento en Libia, nos confían sus experiencias, su dolor incontenible y, en muchos casos, quizá irremediable. Pero Fitzgerald es sabio en entregarnos varios primeros planos de ellos: vemos sus caras vivas, enfermas, aterradas; vemos la crisis de frente y no podemos ignorarla.

Las imágenes de la gente muerta son horrorosas y me pregunto hasta qué punto es necesario. Parece una redundancia, mas entiendo que es imperativo generar una polémica. La vida no puede esperar.

Lifeboat

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