Cultura y Espectáculos

Palomita blanca y la poética de Raúl Ruiz

Por: Esteban Andaur 28 de Octubre 2017
Fotografía: Palomita Blanca

La particular historia del filme

Palomita blanca, la novela de Enrique Lafourcade publicada en 1971, es la obra literaria de ficción más vendida de Chile. Me sorprende que en este país, donde la producción cinematográfica se conoce como un proceso difícil, postergado y lento en ejecución, se haya realizado un filme basado en la novela justo dos años después de su publicación, en 1973. Aquellos eran tiempos distintos, y tal vez se podía hacer cine de una manera más rápida, incluso filmando en celuloide en un país con menos recursos que hoy. Sin embargo, la película se hizo.

La historia de Palomita blanca, de lejos la película más popular de Raúl Ruiz, es, pienso, la más infame de la cinematografía nacional: iba a ser estrenada justo en la semana que ocurrió el Golpe Militar, el 11 de septiembre, y la cinta se creyó perdida por años, hasta que una vez retornada la democracia al país, una copia fue encontrada en las bóvedas de ChileFilms, fue restaurada y estrenada en 1992, a 19 años de su frustrado estreno.

La película tuvo éxito en los 90 por tres razones. En primer lugar, era una película importante por ser una adaptación del libro más exitoso comercialmente de su época. En segundo lugar, la cinta alcanzó un nivel de representatividad de la juventud de los 70 aún mayor, por haber retratado la sociedad chilena en los días previos a la elección de Salvador Allende como Presidente de la República en 1970, por haberse extraviado en pleno comienzo de la dictadura militar, y por haber sobrevivido a ese período oscuro, al igual que muchos compatriotas. Se convirtió en un emblema del espíritu combativo de esos jóvenes.

Y por último, era una obra de un connotado cineasta chileno, Raúl Ruiz, que a la fecha es el único a quien Cahiers du Cinéma, la revista de crítica de cine más importante del mundo, le dedicó una edición completamente enfocada a su filmografía.

La poética del director

La historia es de dos jóvenes, María (Beatriz Lapido) y Juan Carlos (Rodrigo Ureta), ella de un sector popular de la capital, y él de clase acomodada, que se conocen en el festival de rock de Piedra Roja (o el Woodstock chileno), e inician una relación. Ella se enamora de él, o cree que lo ama; él trata de acceder a ella de una forma más romántica, pues a medida que la va conociendo, ella despierta una gran empatía en él, pero se limita a mantener sus encuentros superficiales y sexuales. María sufre, ya que se percata de que está siendo de alguna forma manipulada, y su relación incierta con Juan Carlos es uno de los tantos problemas que tiene que enfrentar, junto con las cortapisas propias de su clase social, los miembros de su familia y su vida escolar.

La película está narrada en primera persona por María en una voz over. En la icónica escena del baño desnudo en la playa (parte de la cultura popular chilena), María nos cuenta cómo conoció a Juan Carlos, aunque ya hayamos visto imágenes de Piedra Roja. Ruiz superpone dos pistas de audio de ella relatando los mismos eventos, pero con otras palabras (luego entendemos que una de las pistas corresponde a una escena posterior del filme). Puede sonar redundante, pero no lo es: si no fuera por esta narración, no sabríamos que ésta se trata de una historia de amor joven ni que la perspectiva le pertenece a la chica, y la escena en sí nos prepara para los temas de liberación política y sexual que se abordarán más tarde.

Es el estilo impredecible de Ruiz lo que estamos presenciando, más que una historia contada formalmente. Aquí ya se advierte la influencia europea del director, cuya obra se volvió, naturalmente, más popular y estudiada en Francia (país al que se autoexilió tras el Golpe) que en cualquier otra parte del mundo. Ruiz, al igual que los directores de la Nouvelle Vague, usa el cine para estirar, moldear, cortar, jugar con sus límites y posibilidades. Palomita blanca es una muestra chilena de un visionario y sus inspiraciones, y el resultado es una película más concentrada en su estilo que en su contenido. Es una adaptación inusual de una novela, pero triunfa en validar tanto al libro como a la película, como expresiones idiosincrásicas de sus respectivos autores.

Visualmente, la película no tiene nada que envidiarle al cine europeo de los 60 y 70. El director de fotografía Silvio Caiozzi encuadra a los personajes y mueve la cámara con una autenticidad e inmediatez de las que los franceses e italianos ya eran maestros entonces. Sus paisajes urbanos son exquisitos, creados con paneos elegantes y que revelan un diseño de producción complejo, pese a ser de lo más mundano: como en la escena en que niños juegan en el techo de un edificio de departamentos mientras uno de los vecinos les grita improperios a los alessandristas que colocan sus carteles eleccionarios; o cuando María está conversando en una galería con unas amigas de Juan Carlos sobre adaptarse al estilo de vida de él (la charla menos fortalecedora de la mujer y más ridícula del filme), y al fondo vemos a la venta un afiche de Snoopy, entre muchos otros de diversa índole.

Es en las imágenes y en los diá logos que Ruiz manifiesta su punto de vista político, que no ensombrece su particular estética europea, pero que suena claro, y es lo que mantiene fresca a Palomita blanca como un documento histórico y artístico. Y aunque a Ruiz no le guste le teoría del conflicto central al contar historias para la pantalla grande, hay uno en Palomita blanca, la de los dos jóvenes enamorados; sin embargo, el director usa su poética del cine para hacernos creer que no es así.

Un legado vigente

La película es entretenida por varias razones. Para mí, lo es porque el visionado está movido por la curiosidad por saber cómo era el Chile de entonces y cómo se hacían las películas en ese tiempo. También porque los diálogos, como los de María, los de sus tíos interpretados por Bélgica Castro y Luis Alarcón, y los del profesor de música de la muchacha, son tremendamente irónicos, satíricos, y pese a que en la actitud en que son entregados reflejan la cotidianidad de los personajes, es en las mismas palabras que Ruiz genera crítica social y se burla de nosotros a través de sus personajes.

La banda sonora compuesta por Los Jaivas posee algunas de sus canciones más conocidas, y el uso del rock en la película demuestra la clara repercusión del New Hollywood en Ruiz, y su afinidad por la juventud que él observó en esas cintas y que trascendió a los países de América Latina, desafecta, sin rumbo, proclive al placer. Éstos eran baby boomers, pero, viendo Palomita blanca hoy, no se diferencian en nada de la Generación X ni de los millennials.

El legado de este clásico nacional está más vigente que nunca, y debe ser celebrado en la pantalla grande.

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