Cultura y Espectáculos

El color del camaleón

Por: Esteban Andaur 28 de Septiembre 2017
Fotografía: Cedida

Andrés Lübbert, director de El color del camaleón (2017), creció en una familia inestable. Su padre, Jorge, huyó de Chile durante la dictadura de Pinochet a Alemania, y ahí formó su familia. Pero Andrés no tuvo un padre como todos los demás: sufría de insomnio, por ejemplo, y terminó por dejar a la familia y radicarse en Bélgica. Naturalmente, Andrés anhelaba conocer a su padre en profundidad, y una vez que se convirtió en cineasta, utilizó las herramientas del séptimo arte para registrar su búsqueda espiritual por la figura paterna, tan lejos y tan cerca (como el filme de Wenders), y contar, así, la historia de ambos.

El color del camaleón ganó dos premios en el Sanfic de este año: el Premio al Mejor Director de la Competencia Nacional y el Premio del Público, ambos para Andrés. Es fácil entender por qué: la dirección del filme es impecable. Implacable, mejor dicho. Lübbert registra una conversación parental con Jorge, fragmentada en varios años, mientras recorren lugares en Chile, Alemania y Bélgica, en el orden en que Jorge los recorrió en un tormentoso camino a la supervivencia personal.

Jorge, el camaleón del título, fue apresado y torturado por los servicios secretos de la dictadura, y manipulado para transformarlo en un agente encubierto al servicio de la Dina. Los métodos de represión y espionaje que le enseñaron le eran, asimismo, aplicados a él, para mantenerlo controlado. Su historia es necesaria para todo el público, ya que cuenta una verdad histórica pocas veces tratada con la atención al detalle y la integridad moral en la producción audiovisual nacional.

Lo que Jorge nos narra, tanto en el registro actual realizado por su hijo y en una narración en off de su testimonio personal (leído por un actor), es horroroso hasta lo indecible; de hecho, él decide en varias ocasiones no irse al detalle de los hechos, por respeto a las víctimas. La cosa es que él mismo es también una víctima, un sobreviviente, y es justo que no quiera contarle dolores tan personales e insoportables a su hijo: si su relación ya está dañada, y el propio Jorge aún más, no es sano extender el mal en ese vínculo.

Al visitar los lugares donde Jorge solía trabajar, al verlos ahora vacíos, parecieran exudar su esencia siniestra, imperceptible entonces, y él reflexiona sobre su identidad mudable, la cual permanece hoy quebrada.

Aquéllos que perpetraron los crímenes, como se afirma en el filme, andan sueltos y felices por las calles. Han ostentado grandes cargos en la milicia durante años, han seguido ejerciendo gran poder en democracia, y la justicia no ha caído sobre ellos.

La justicia es imperativa, insoslayable. Pero ver el documental es dejarlo hacer su retórica, que es un ejercicio de justicia en sí. Es una reparación de la memoria, un acto de compasión y amor, tanto entre padre e hijo como de un compatriota por su país. Este documental revela una realidad fundamental del pasado que todavía nos acosa y perturba, en lo social y lo íntimo, y que hasta ahora se había conocido, mayormente, de rumores populares. El color del camaleón es una de las películas más estremecedoras e importantes del año.

 

 

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