Opinión

Gonzalo Rojas

Por: Diario Concepción 25 de Abril 2024
Fotografía: Cedida

Roberto Onell
Poeta y académico de la Facultad Letras UC

El valor de cuanto debemos a Gonzalo Rojas es inestimable.

Primero su poesía; pero de ella hablaré al final.

Luego, recordamos al profesor que supo incitar y acompañar la entrada de muchos en la Literatura en grande, desde Concepción y otros sitios, y así también, como sucedió en Atacama, el ingreso de un puñado de mineros en el duradero milagro de aprender a leer. Sus discípulos se cuentan por decenas y siguen iluminando a otros en distintas partes del mundo. Me consta: yo he recibido, mediante su exalumno Roberto Hozven, parte de esa herencia cuantiosa.

Después, honramos al gestor visionario que se hizo acompañar para erigir, también en Concepción de Chile, los célebres encuentros de escritores, tanto nacionales como internacionales, allá por los años ’50 y ’60, cuando el deseo de esos artistas –confuso, pujante, transversal– miraba hacia América misma como una Casa que no terminaba de dibujarse. Si remontamos las facilidades y facilismos de internet, hay que decir y repetir que muchos escritores de la Patria Grande se conocieron y se leyeron recién entonces, entre la ansiedad y el asombro. Carlos Fuentes vio, por dar un solo ejemplo, que el “boom” latinoamericano comenzó en Concepción, precisamente porque fue ahí donde empezó a descifrarse la familiaridad y, como diría Miguel Arteche, también la extrañeza de ser americanos. Fabienne Bradu ha rescatado esa papelería palpitante con rigor de detective y lealtad de discípula.

Finalmente lo primero: el poeta. La poesía de Gonzalo Rojas fue una lenta irrupción: la demorada labranza de versos en correspondencia con una materia humana que, en La miseria del hombre, su primer libro (de 1948), es una catarata imparable. La modulación más duradera vendrá recién en el segundo poemario, Contra la muerte (de 1964), más breve y encauzado, con una voz más propia y distinguible. Así, la fuerza y la redención de Eros, con vehemencia, desengaño, alegría, meditación; los diferentes lados del vínculo familiar en que, como pocas veces en nuestra tradición, aparece el amor del papá y del hijo; las refriegas de la Polis local y mundial, donde se reitera “el testimonio político, pero sin consignas”, como una opción de toda la vida, sin obviedad de pancarta; el misterio y la dulzura de lo sagrado, el coloquio con un Dios personal; el problemático don de la escritura, de la palabra compartida y de esa “única voz” que es el silencio, y otros asuntos, encuentran la fluidez rítmica de las combinaciones métricas y del verso libre, descoyuntado a veces. “Poesía del rescate”, la aplaudió Julio Cortázar, por devolvernos el diálogo con los clásicos y con los nuevos, en idéntica frescura.

Cuando “los días van tan rápidos”, saludemos esta “materia de testamento”, para bien de una comunidad inmensa.

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