Un diario español publicó hace un par de años un reportaje titulado “La vanidad herida de Chile”, del periodista británico John Carlin, quien parece deleitarse en el recuerdo de nuestras triunfales caricaturas, como la vieja analogía de ser los chilenos los ingleses de la región, irónicamente describe la tendencia de nuestros conciudadanos a considerarse moralmente superiores al resto de los latinoamericanos.
Hace, con la proverbial solvencia británica en hacer apretados resúmenes de los asuntos más alambicados y espinudos, una interpretación del estado de la sociedad chilena ante estas situaciones inconfortables. Basado en opiniones dispersas de académicos, periodistas y analistas profesionales de la capital, observa que, como ocurre en Europa, se habla de ilusiones perdidas, concluyendo con un “esperábamos más”.
Hay dos voces complementarias, un ex contralor de la República, quien atribuye estas un tanto inelegantes características, a la trampa de los países emergentes, que salen rápido del subdesarrollo, como Chile, pero que después descubren que les falta la arquitectura de la gobernanza, por no decir de la cultura cívica. Varios analistas políticos, por su parte, han señalado que las exigencias chilenas son más altas que en el resto de América Latina, que terminamos por convencernos que merecemos mucho más.
A veces se aprende a palos, como ahora último, que nos damos cuenta que no estábamos tan bien parados, ni corríamos tan velozmente como hacia entender la publicidad, que no éramos rubios ni ojiazules, la imagen de la joyita de Sudamérica, descubrimos que se destiñen las manchas de los jaguares.
PROCOPIO