Opinión

¡Muera la inteligencia!

Por: Diario Concepción 15 de Agosto 2018
Fotografía: Carolina Echagüe M.

Andrés Cruz Carrasco
Abogado, Magíster Filosofía Moral

“¡Muera la inteligencia! ¡Viva la muerte!” gritó un encolerizado José Millán-Astray y Terreros, uno de los más duros comandantes del dictador español Francisco Franco. Esto ocurrió un 12 de Octubre de 1936, en la Universidad de Salamanca, siendo una diatriba dirigida contra el filósofo Miguel de Unamuno, quien a su vez le respondió: “Venceréis, porque tenéis sobrada fuerza bruta, pero no convenceréis. Para convencer hay que persuadir. Y para persuadir necesitaréis algo que os falta: razón y derecho en la lucha”.

Las palabras importan. Permiten determinar la consecuencia en el actuar del que las emitió. Son insumos que sirven para interpretar discursos. Pero también los contextos importan para poder entender. Incluso en algunas situaciones podrán ayudarnos a comprender los motivos que tuvo alguna persona para obrar de uno u otro modo. Sin embargo, tolerar el negacionismo cuando se trata de derechos humanos no resulta ser admisible. Más aún cuando se pretende “empatar” las causas que originaron su vulneración sistemática, responsabilizando a las víctimas que vieron tronchadas sus carnes, sus vidas, que fueron torturadas experimentando con sus cuerpos, existiendo por parte de los victimarios tal indiferencia hacia la dignidad humana que se hizo uso de animales en estos suplicios. No se trata aquí de militancias ni colores de piel, ni de religión o clases sociales. Fue un contexto sangriento lo que hizo germinar los derechos fundamentales como una garantía universal aplicable a todos los seres humanos, existiendo el deber de recordar, de no olvidar, de tatuar en la memoria los acontecimientos que pueden hacer que una sociedad que se dice civilizada pueda caer en la barbarie. De no aceptar las manifestaciones de incapacidad espiritual que pretenden relativizar su valor o apoyar su plena vigencia sólo cuando afectan a los de un color o a los que ondean una bandera determinada que les es afín. El fanatismo extremista, que es una forma particularmente aguda de estupidez, no se guarnece en una trinchera específica, sino que se oculta donde le den cobijo. Arrepentirse y convertirse en lo que algún día se combatió es propio del ser humano. Pero de allí a defender sus crímenes hay una distancia demasiado grande, debiendo ser inflexible cuando de delitos de lesa humanidad se trata. Cuando este fanatismo está latente y no existe una institucionalidad suficientemente empoderada con el concepto de lo que significan los derechos esenciales, los riesgos de volver a cometer las mismas atrocidades siguen allí, esperando la oportunidad para volver a manifestarse, tal vez con más fuerza.

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