Editorial

La justicia cabal frente a delitos económicos

En el primer mundo, los delitos de esta naturaleza, acentuados por la crisis financiera, han encontrado una rápida y efectiva respuesta, sin que nadie quede fuera del alcance de la ley, ni siquiera el más encumbrado político.

Por: Editorial Diario Concepción 11 de Diciembre 2019
Fotografía: Agencia UNO

Cualquier persona de bien –una expresión un tanto obsoleta que define a la gente decente que cree firmemente que hay conductas que no se hacen- ha podido observar, con renovada frustración o con resignación ante circunstancias repetidas, que no hay trato justo, que se cometen delitos que no reciben el debido castigo.

Entre las razones para la rebeldía en las calles, se encuentra la evidencia, muy repetida, de que la justicia no tiene los ojos vendados. Como efecto natural, existe la percepción de que los hechos punibles parecen no traer consecuencia para los grandes hechores, y no así para los de menor cuantía, puesto que, por esas vicisitudes de las antiguas leyes, los robos pequeños efectuados por gente humilde son castigados con toda la fuerza de la ley en tanto los grandes delitos de los más poderosos pueden ser evadidos o recibir penas más bien nominales.

En una definición de características legales, los delitos económicos, también conocidos como “delitos de cuello y corbata”, son todas aquellas conductas ilícitas cometidas por personas naturales, personalmente o a través de personas jurídicas, que afectan el patrimonio de una o más víctimas, el sistema financiero o el mercado, en general.

Así, resulta sorprendente que ese tipo de situaciones haya tenido una definición tan poco clara o casi nula voluntad de ponerlos en su debida dimensión, hasta haber generado, para el ciudadano corriente, la sensación de que es difícil detectar y más difícil aún castigar a los responsables, sobre todo en delitos que implican cifras enormes en el sistema financiero, donde el dinero suele ser tan impersonal que parece que fuera de nadie. Ello conlleva, por lo tanto, la idea de pérdida inofensiva, cubierto por aseguradoras tan poderosas como lejanas.

Sin embargo, la conciencia del valor del dinero, la visibilidad del delito económico que significa en el fondo robar el producto de muchos años de trabajo no puede dejar a nadie sin involucrar: ni la justicia, ni los delincuentes y, menos aún, por supuesto, las víctimas.

En el primer mundo, los delitos de esta naturaleza, acentuados por la crisis financiera, han encontrado una rápida y efectiva respuesta, sin que nadie quede fuera del alcance de la ley, ni siquiera el más encumbrado político. Sin falsos rubores, fielmente expuestos al escrutinio público, en esos lugares dejó de existir el asombro o las protestas por fotografías publicadas en los medios mostrando rostros de personas que parecían honradas hasta el momento en que fueron públicamente denunciados.

Uno de las tantas denuncias que han provocado en la gente malestar, hasta el punto de indignación, ha sido justamente la relativa impunidad de los estafadores de alta gama, aquellos que se han apropiado de miles de millones de pesos, quienes sin perder la compostura acuden a los tribunales con una impermeable cápsula de protección y los que, después de larguísimos procesos, salen bien librados, con culpa, pero sin pena, salvo algunas pocas horas obligatorias de cursos de ética.

Entre los casos más emblemáticos, hay afectados que perdieron sus ahorros de toda una vida, con pocas posibilidades de recuperar aunque sea una parte de lo perdido. Ha habido muchas otras víctimas que han sufrido robos similares, dueñas de casa que habían juntado dinero con no poco sacrificio para los estudios de sus hijos, gente que ahorró para su casa propia o para asegurar una vejez con menos sobresaltos. Para esas personas, no existe reparación efectiva, para los hechores no hay castigos justos, es decir, una situación impresentable en un país auténticamente democrático, que se enorgullece del buen funcionamiento de las instituciones encargadas de concebir las leyes o de aplicar la justicia

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