En su interminable periplo, Ulises llega a una isla; a primera vista, ésta tiene todo lo que hace falta para reaprovisionar la nave, así que después de un merecido descanso, todos se ponen a buscar provisiones.
En su interminable periplo, Ulises llega a una isla; a primera vista, ésta tiene todo lo que hace falta para reaprovisionar la nave, así que después de un merecido descanso, todos se ponen a buscar provisiones. Envía a un grupo de sus tripulantes a explorar el territorio y a conocer sus habitantes. Les fue muy bien, encontrando nativos amistosos, que les dan cordial bienvenida y les convidan con el único alimento que ellos consumen, el fruto del loto, muy abundante en la isla en cuestión. Como buenos marinos vagabundos, no se les pasó por la mente rechazar un almuerzo gratis, los frutos tenía un sabor exquisito, pero un efecto que no fue detectado a tiempo, cayeron todos en un estado de sopor muy agradable, olvidando a sus compañeros, a Ulises, a sus compromisos bancarios, familias, avales y a todo lo que hubiera que olvidar.
Cuando Ulises sale a buscarlos, inquieto por su demora, los encuentra en otro mundo, por lo que rehúsan, perezosa, pero firmemente, regresar al barco. No le queda otra al jefe que amarrarlos y llevárselos a la fuerza, embarcarlos y sacarlos de ese encantamiento que les hubiera dejado para siempre en una isla ajena a sus patrias.
Con lo que sabemos ahora, no cuesta asimilar esa experiencia al consumo de drogas sicotrópicas, restadoras de voluntad, distorsionadoras de la realidad, invitadoras a vivir un mundo inexistente, tres características de enorme atractivo para quien no esté conforme con lo que tiene.
Lo que hace falta son gente como Ulises, convencidos del valor de la realidad, ya que parece haber más de aquellos que opinan que estar soñando es lo mejor que hay y parte irrenunciable de las libertades del hombre, además de éstos, los que sobran son los ubicuos vendedores de hojas de loto.
PROCOPIO