Viticultores y acuicultores unen saberes en una apuesta inédita que tiene al océano como punto de cultivo de los brebajes.
En las frías aguas del litoral regional, un grupo de emprendedores locales está llevando la tradición vitivinícola de la zona a un terreno inexplorado: el fondo del mar. Se trata de una innovadora técnica conocida como enología subacuática, un método que utiliza las condiciones naturales del océano para madurar vinos.
A pocos kilómetros de Concepción, botellas con brebajes elaborados en los valles interiores del Biobío descansan a varios metros de profundidad, envueltas en oscuridad y movimiento constante. Es un proceso silencioso pero combina vitivinicultura y acuicultura artesanal en un modelo productivo.
El origen de esta práctica se remonta a un descubrimiento fortuito ocurrido en 2010, cuando un grupo de buzos halló un naufragio en el mar Báltico con botellas de champagne Veuve Clicquot de 1839 en sorprendente buen estado. A pesar de haber pasado más de un siglo bajo el agua, el vino conservaba sus burbujas y aromas.
Ese hallazgo despertó la curiosidad del mundo enológico y dio paso a la pregunta que inspiró a los actuales productores del Biobío: ¿podría el mar actuar como una bodega natural? Desde entonces, proyectos en España y Croacia comenzaron a experimentar con la crianza submarina, sumergiendo vinos sellados en jaulas o ánforas a profundidades de entre 6 y 30 metros.

Vinos Arcana.
En el plano local, uno de los impulsores de esta innovación es Alberto Barra, productor del valle del Biobío que ha dedicado los últimos años a rescatar y modernizar un antiguo viñedo familiar plantado hace más de 100 años en Coelemu, a unos 45 minutos de Concepción.
El terreno se asienta sobre un suelo granítico con afloraciones de cuarzo, ubicado a 24 kilómetros en línea recta del océano Pacífico, lo que imprime al vino una marcada influencia marina.
“Comencé a trabajar formalmente en el mundo del vino en 2018 y nuestro primer vino se elaboró en 2019”, explica Barra. “Todo partió con la recuperación de un viñedo familiar, que estaba a punto de ser arrancado por la falta de mano de obra y los bajos precios. Retomé las labores agrícolas y comencé a formarme en enología, tanto en Chile como en el extranjero, con experiencias de vendimia en España y Estados Unidos”.
El productor destaca que la marcada amplitud térmica del valle, con días cálidos y noches frías, permite obtener mayor concentración de aromas, sabores y compuestos fenólicos, generando vinos con gran carácter y frescura.
El proyecto se distingue por trabajar cepas no tradicionales como el Semillón, una variedad de uva de origen francés que forma parte de los primeros viñedos establecidos en el valle del Itata, en contraste con las cepas clásicas del Biobío como Cabernet Sauvignon, Merlot o Chardonnay.
Barra cultiva bajo un modelo ecológico, sin pesticidas, sin maquinaria agrícola y con cosecha manual. Se trata de un cultivo de secano, donde las vides se alimentan exclusivamente de las lluvias invernales. Todas las decisiones se toman bajo un enfoque de manejo holístico de los recursos naturales, priorizando el equilibrio entre suelo, clima y biodiversidad.
“Queremos mantener un proceso limpio, respetuoso y a escala humana”, señala. “Hablamos de un vino de autor donde todo, desde la poda hasta el embotellado, se hace a mano, con mínima intervención de maquinaria, limitada solo al prensado de la uva y al llenado de las botellas”.
La idea de llevar las botellas al fondo marino tomó forma cuando Jessica Cabrera, acuicultora de pequeña escala en la bahía de Coliumo, se unió al proyecto. Cabrera, quien también tiene experiencia en el mundo del vino tras haber trabajado en los valles del Elqui y Colchagua, vio en esta iniciativa una oportunidad de vincular su oficio con la viticultura.
“Yo cultivo y vendo ostras, y siempre pensé que podían ser productos complementarios con el vino”, cuenta. “Alberto me contactó en 2022, pero recién en 2023 logramos concretar la idea. Antes de sumergir las botellas hicimos una cata y comparamos el vino antes y después del proceso. La diferencia era evidente: el vino sumergido tenía una acidez menor y un cuerpo distinto”.
Cabrera fue la encargada de la parte técnica del proceso submarino, adaptando tecnologías utilizadas habitualmente en la acuicultura. “Empezamos en agosto de 2023 con las primeras botellas. Analizamos corrientes, profundidad y temperatura. Decidimos usar el mismo sistema de lámparas que utilizamos para el cultivo de ostras, donde los moluscos se crían a tres metros de profundidad. En algunos casos llegamos hasta los seis metros. El vino está sometido a presiones y temperaturas que traspasan el vidrio y eso modifica su sabor y aroma”, explica.

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El proceso de maduración submarina se realiza mediante estructuras sumergidas que contienen las botellas selladas. Dependiendo de la ubicación y la época del año, las corrientes y la temperatura varían, lo que también influye en el resultado final.
“Durante el invierno, las botellas suelen salir más cubiertas de fango o algas, mientras que en otras estaciones aparecen con moluscos o pequeños picorocos adheridos”, detalla Cabrera. “Eso le da un valor adicional al producto, porque cada botella se convierte en una pieza única, con su propio aspecto y su propia historia”.
En términos técnicos, las condiciones submarinas, presión constante, oscuridad y temperatura baja y estable, generan un ambiente ideal para una evolución lenta del vino.
Según estudios internacionales, los vinos que pasan por este tipo de crianza tienden a desarrollar taninos más redondos, mayor suavidad en boca y aromas más integrados. En el caso de los espumosos, las burbujas suelen ser más finas y persistentes.
Sin embargo, la ciencia todavía no ha alcanzado un consenso sobre las causas precisas de estos cambios. Algunos especialistas sostienen que se debe a la presión y la temperatura del mar, mientras que otros apuntan a la microoxigenación del envase o al movimiento constante de las corrientes.

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Más allá del interés enológico, la iniciativa tiene una dimensión económica significativa. Según Barra, el objetivo es posicionar al Biobío como un territorio de innovación en la producción de vinos de alta gama, aprovechando tanto su tradición vitivinícola como su cercanía al mar.
“El Biobío tiene todo para transformarse en un polo de producción de vinos con identidad propia. Esta técnica nos permite ofrecer algo distinto, con valor agregado y con un relato territorial potente”, afirma. “El consumidor busca experiencias nuevas y productos auténticos, y eso es precisamente lo que ofrecemos”.
Cabrera coincide con esa visión y destaca el potencial de vincular esta práctica con el turismo y la gastronomía local. “Estos vinos pueden comercializarse en circuitos más boutique, ligados a la oferta gastronómica costera o al enoturismo. Es una manera de poner en valor tanto el trabajo de los viñateros como el de los acuicultores”, indica.