Política

Las implicancias del lenguaje en el discurso político

La crisis migratoria ha revivido una vieja técnica: si la realidad no se ajusta a tus intereses, ajusta la realidad a través del lenguaje.

Por: Diario Concepción 11 de Noviembre 2018
Fotografía: Contexto | La Tercera

Constanza Fernández Danceanu
Abogada y Analista Internacional

En el mundo de la posverdad en el que vivimos hoy por hoy, vemos cómo el lenguaje es usado de acuerdo a la conveniencia del emisor del mensaje, sin importar si lo que dice se apega a la verdad o no, sin importar si el receptor cuestionará lo que se dice o no.

Lo que no notamos es que históricamente el lenguaje, sobre todo político, ha sido utilizado para construir realidades. Esto resulta ser tan cierto, que incluso el lenguaje puede modificar hechos que consideramos objetivos, como por ejemplo la geografía.

Lo lógico sería asumir lo contrario, que de acuerdo con la ubicación de un país desarrollemos un discurso político. Pero no. La geografía pasa a segundo plano cuando se quiere justificar un modo de pensar. Hoy el concepto de “Europa del Este”, acuñado durante la Guerra Fría, es ofensivo para muchos de los Estados que estuvieron detrás de la cortina de hierro. Polonia, por ejemplo, se define a sí misma como Europa Central, lo cual es geográficamente correcto, pero la forma en que el subconsciente colectivo ve a Polonia es como un país de Europa del Este, con las connotaciones que ello implica: un país pobre, lejos del desarrollo, y con menos influencia política que sus vecinos de Europa Occidental.

Lo mismo sucede cuando pensamos en los Balcanes. Recordamos solo los países de la ex Yugoslavia, pero a Grecia automáticamente la removemos de la península, considerándola Europa Occidental. Croacia, hoy miembro de la Unión Europea, no está ubicada, en este subconsciente colectivo, en el mismo espacio físico que la aún musulmana Bosnia y Herzegovina, ya que vemos a los croatas católicos como europeos, pero a los bosnios musulmanes como turcos.

Incluso el lenguaje que no cuestionamos, que damos por obvio, en muchas ocasiones es engañoso. La Guerra Fría, por ejemplo, no fue una guerra. Se denomina “fría”, ya que no hubo uso de armamentos, lo que la haría “caliente”. Pero por graves que las amenazas a la paz hayan sido –a través de una ofensiva psicológica comandada por propaganda de ambos lados–, en el correcto uso del término “guerra”, aquella no lo fue. Es solo un oxímoron. Un juego de ajedrez de retórica.

Es que hasta el mapa nos miente. El clásico mapa de Mercator, con el que aprendimos geografía en el colegio, y que hasta Google Maps utiliza, fue diseñado para engañar. Cuando fue creado, en el siglo XVI, su objetivo fue magnificar la importancia de Europa. Para ello se estableció que el norte debe estar arriba, aunque la tierra no tiene un arriba y un abajo naturales.

Con ello se influyó a ver el norte como superior al sur, noción que hoy, más de cuatro siglos más tarde, sigue igual de presente. El norte poderoso y el sur sometido. El norte rico y el sur pobre. Esto fue, además, potenciado por la distorsión que la proyección de Mercator tiene. Mientras más cerca un país se encuentra de los polos, más grande se ve. Como los países del sur están más lejos del polo sur que los países del norte del polo norte, esta distorsión solo ayudó a los últimos. La superficie de Brasil es de 8.500 millones de km², y la de Groenlandia es de casi 2.200 millones de km², es decir, es un cuarto de la de Brasil, sin embargo, en el mapa se nos muestra lo contrario. Lo mismo sucede con África. Con más de 30 millones de km², el continente entero se ve más pequeño que la Federación Rusa, país que solo tiene una superficie de 17 millones de km². Mientras más cerca del centro un país se encuentre, más pequeño se verá.

El uso del lenguaje en Chile

Los chilenos hemos intentado utilizar el lenguaje para cambiar la geografía también. En la década de los 80’s, dejando toda humildad de lado, nos declarábamos “los jaguares de Latinoamérica”. Luego intentamos contrastar de nuestros vecinos mostrando la superioridad que nos daba firmar Tratados de Libre Comercio y Acuerdos de Asociación con Estados Unidos, China y la Unión Europea. Y aunque se han dado pasos para “volver al vecindario”, solo hace dos semanas, en su gira por Francia, España y Suiza, el Ministro de Economía, José Ramón Valente, señaló que “estamos mostrando cómo Chile se diferencia de su barrio”. Aunque nos sintamos europeos, somos latinoamericanos y nada cambiará ese hecho. Pero pareciera que el lenguaje nos permite sentirnos vecinos de Estados Unidos, Reino Unido o Finlandia.

Hoy la crisis migratoria ha generado un incremento en este tipo de discursos. “Ellos” vienen a robar, a quitarnos nuestros empleos, a transmitir enfermedades. “Nosotros” tenemos que cuidar nuestro país. La idea se repite en Estados Unidos, en Alemania, en Hungría, en Chile. Al decir migrante o refugiado pareciera que se intenta deshumanizar a la persona que nació “con el pasaporte equivocado”. Sin querer alarmar, es importante recordar que esto fue lo que pasó con los judíos y gitanos durante la Segunda Guerra Mundial. Aunque la única raza para nuestra especie es “humana”, la ilusión de humanos inferiores y superiores terminó con una guerra que cobró aproximadamente 50 millones de víctimas.

El extremo de Estados Unidos

La construcción de realidades a través del lenguaje está siendo llevada a otro nivel en Estados Unidos. La caravana migrante –un grupo de miles de personas que hace unas semanas desde Honduras, Guatemala y El Salvador cruzaron caminando a México con la intención de llegar a Estados Unidos– ha sido una excusa que el presidente Trump ha utilizado para generar miedo en la población y así obtener más votos para los Republicanos en las Elecciones Intermedias, en las que se eligen a todos los miembros de la Cámara de Representantes (el equivalente a los Diputados en Chile) y a un tercio de los Senadores. Las amenazas apuntaban a que los Demócratas no harían nada para detener a “los ilegales” que quieren cruzar la frontera. Como el discurso pareció dar frutos, Trump anunció su intención de eliminar el derecho a la nacionalidad por nacimiento, así los hijos de los migrantes también serían “ilegales”. Para fortalecer su punto, señaló que Estados Unidos es el único país en el mundo en que se entrega la nacionalidad por el hecho de nacer en su territorio. Evidentemente esto va más allá de distorsionar la realidad, ya que es simplemente una mentira. Bien lo sabemos los chilenos, donde tenemos igual derecho. Así también lo tienen una treintena de otros países. Pero Trump aprovechó tan bien la circunstancia que incluso sostuvo que lo haría a través de una orden ejecutiva, es decir, sin la aprobación del Congreso. Esto significaría que no solo está mintiendo, sino que se está irrogando poder para enmendar la Constitución sin la validación del órgano competente para ello. La separación de poderes, una institución básica dentro de un sistema democrático, parece también estar sujeta a ser reescrita de acuerdo con las necesidades del discurso del momento.

Lo irónico es que la primera mujer de Trump, Ivana, era checa y obtuvo la nacionalidad estadounidense en 1988, pero sus hijos nacieron en 1977, 1981 y 1984. ¿Estará Trump considerando que bajo su actual lógica sus hijos podrían no haber sido estadounidenses? Además, su abuelo paterno emigró a Estados Unidos desde Alemania, y tanto su madre como sus abuelos maternos lo hicieron desde Escocia. Es más, su actual mujer, Melania, nació en Eslovenia y obtuvo la nacionalidad estadounidense recién en 2006.

En política la conveniencia determina el lenguaje, e incluso las convicciones, por sobre las propias vivencias y experiencias. El tener la suerte de haber nacido en un país con oportunidades nos debería sensibilizar respecto al que no las tiene, más aún si nuestros ascendientes tuvieron que emigrar en busca de un mejor futuro. Lo que más se escucha en la caravana durante el largo trayecto en México, es que quieren llegar a Estados Unidos a trabajar. Lo mismo que se escucha en Venezuela o Haití respecto a Chile. Ya es tiempo de ver al migrante como una oportunidad para el país, no como una amenaza, especialmente considerando que –de una forma u otra– todos tenemos sangre migrante.

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