Carta al director

Una inclusión real en la sala de clases

Por: Diario Concepción 05 de Abril 2019

Señor Director:

La noticia de un padre contando que a su hija con parálisis cerebral la habían calificado con un 2.0 y una carita triste en un dictado ocupó lugar en los noticieros. Muchos nos conmovimos con su frase “me duele en el alma”. Pero no fue todo, también escribió “la integración en este país es sólo de la boca para afuera, nos falta mucho”.

Quienes trabajamos en educación no podemos mantenernos indiferentes, algo no estamos haciendo bien. No es un tema de declaraciones políticas ni normativas. Nuestro país cuenta, entre otros, con Ley de Inclusión, Ley de no Discriminación, Decreto de Diversificación de la Enseñanza y Adecuaciones Curriculares, orientados a favorecer el acceso, el aprendizaje, el progreso y la participación de todos, en igualdad de oportunidades….. Pero igual aparecen estos casos y debe haber otras situaciones de invisibilización y discriminación arbitraria que sufren a diario niños y jóvenes.

Cabe preguntarse entonces si no será que hemos hecho un reduccionismo de la inclusión, limitándola al dictamen de normativas, pero que no hemos trabajado de forma seria, responsable y sistemática en el establecimiento de una cultura inclusiva, capaz de impactar las prácticas pedagógicas, en la sala de clases, ahí donde conviven estudiantes y profesores y se construye de verdad la sociedad y el país. Porque a la base de esto está justamente la convivencia y no se puede hablar de convivencia genuina sin considerar la variable inclusión.

Todas las personas que se relacionan en un establecimiento educacional son responsables de esforzarse por coconstruir un tipo de convivencia que sea inclusiva, grata y significativa para los niños, jóvenes y adultos que lo integran. Para que eso sea posible, es necesario conocerse, reconocerse y valorarse en la diversidad….

Darse tiempo, porque lo esencial es invisible a los ojos, no basta con que nos sepamos el nombre de nuestros estudiantes. Debemos abrir espacios de diálogo, que nos permitan encontrarnos con su historia, con sus luchas, con sus emociones, con sus “sentires”, pues sólo desde ahí seremos capaces de educar, en el sentido más profundo, que significa ser capaz de transformar vidas, de impulsar, de animar el desarrollo personal y el encuentro con un legítimo otro.

Este caso nos deja lecciones y desafíos, en torno a conocer a nuestros estudiantes, capacitarnos y perfeccionarnos permanentemente. Si tengo una niña con parálisis cerebral en mi sala, tengo la obligación ética y moral de saber qué es aquello, sus características, así como sus fortalezas y limitaciones para inhibir al máximo las posibles barreras para su aprendizaje y participación.

Debemos preguntarnos cuál es el valor que le damos a la evaluación: ¿calificamos para medir y comparar o evaluamos para aprender? Y, sobre todo, trabajar colaborativamente, con la familia –que es quien más conoce a los niños- y con otros profesionales, con la suficiente humildad para reconocer que siempre hay alguien que me puede aportar al desarrollo de mi trabajo y, con la suficiente generosidad, para poner al servicio de otro, aquello que sé o he ido adquiriendo. Lo único que nos ha de mover es lograr que nuestros niños y jóvenes tengan en sus escuelas o liceos todas las oportunidades para desarrollarse de manera integral, en un ambiente cálido, confortable, amistoso e inclusivo.

 

Verónica García Luarte
Directora de Educación Diferencial USS

Etiquetas