Opinión

Esmirna

Por: Diario Concepción 15 de Mayo 2019
Fotografía: Carolina Echagüe M.

Andrés Cruz Carrasco
Abogado, magíster en Filosofía Moral
Presidente de Corbiobio

El 9 de septiembre de 1922, la caballería Turca entraba al Puerto de Esmirna, una ciudad en la que habían convivido por siglos judíos, musulmanes, armenios y griegos, que había sido ocupado por estos últimos, azuzados por los británicos, en 1919.

Luego de 3 años de lucha, el ejército griego se retiró, no sin antes asesinar de manera despiadada a los musulmanes, saqueando e incendiando sus propiedades. Era probable que hubiese represalias, pero la confianza se encontraba depositada en 21 buques ingleses fondeados en sus aguas.

Sin embargo, las tropas turcas no se dejaron impresionar y detuvieron al arzobispo ortodoxo Crisóstomo, quien había sido un firme partidario de la invasión de los griegos y lo entregaron a una turba de turcos, quienes le afeitaron la cara y luego le sacaron los ojos y le rebanaron las orejas y la nariz, para después amputarle las manos y dejarlo morir en un callejón.

Dice el historiador Robert Gerwarth: “La muerte violenta del metropolita ortodoxo de Esmirna no fue más que la obertura de una orgía de violencia que duró quince días y que recordaba al saqueo de las ciudades enemigas durante las guerras de religión europeas del siglo XVII. Se calcula que a lo largo de las dos semanas siguientes fueron masacrados 30.000 griegos y armenios. Los soldados turcos, las milicias paramilitares y las bandas de adolescentes de la zona desvalijaron, apalearon y violaron a muchas más”.

Miles de mujeres, niños y hombres buscaron refugio en el puerto, mientras la ciudad completa ardía, siendo testigos los marineros de los barcos anclados en el mar, quienes vieron un muro ininterrumpido de fuego de 3 kilómetros, que ascendía por al menos 30 metros.

Una multitud horrorizada se agolpaba en los muelles entre el fuego y el agua, gritando frenéticamente, pidiendo el auxilio de quienes habían gestado dicha confrontación, ayuda que nunca llegó, dejando que el terror y la sangre se apoderaran de la ciudad. Muchos perecieron ahogados intentando llegar nadando a los barcos, otros se suicidaban, mientras niños y ancianos morían arrollados por la muchedumbre desesperada que sólo podía escoger entre el mar o morir carbonizados.

Era la vuelta de mano, esta vez la tragedia tenía como víctimas a quienes habían sido los victimarios sólo días antes, lloraban los que antes habían sonreído y el aire del puerto se llenaba con el olor a carne que ahora era una mezcla de religiones y etnias pulverizadas detrás de sus banderas y símbolos religiosos, cuyos odios servirían para inspirar canciones y poemas que seguramente serán invocadas para excitar futuras masacres entre ellos.

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