Opinión

Silencio y conspiración contra la memoria

Por: Diario Concepción 19 de Septiembre 2017
Fotografía: Cedida

Por: Giovanna Flores Medina

Fritz Bauer fue el primer jurista en denunciar la conspiración del silencio que sustentaba la moralidad de la nueva Alemania liderada por Konrad Adenauer en 1958, provocando un cisma político y judicial que redefiniría los límites del incipiente derecho penal internacional. Fiscal de Hesse y connotado activista socialdemócrata, su doctrina sobre la imprescriptibilidad de los crímenes del nazismo significó un punto de no retorno sobre dos materias. Una, la impunidad en la que permanecían los partícipes de las fuerzas de defensa —en crímenes profusamente documentados― Constituía una grave denegación de justicia de un Estado democrático hacia las víctimas y sus estados. Otra, las difíciles condiciones de restablecimiento de la paz y el proceso de desnazificación alemana exigían una adecuación del sistema judicial, inaugurando el primer ejercicio de justicia transicional tras la Declaración Universal de DD.HH.

Así, comenzando por los  juicios de Auschwitz contra guardianes de ambos géneros y siguiendo por la persecución de Mengele y Eichmann, su acusación siempre fue la misma: los pactos de silencio constituían una conspiración contra el Estado alemán, cuyos efectos —pese a no estar tipificados— eran equivalentes al de un crimen de lesa humanidad o de guerra.  Ya fuera por omitir información o por obstruir las investigaciones, los miles de homicidios y apremios ilegítimos sancionados expresamente por la legislación común, representaban -en realidad-, al genocidio, al sistema de eugenesia y a las demás atrocidades vinculadas a la supremacía del Tercer Reich. Aquello fue punta de lanza contra la abdicación moral y judicial que implicaba la tesis de la obediencia absoluta en el ejército (Wehrmacht) y el desquiciamiento de las altas jerarquías, dejando en una nebulosa no solo a los autores, sino  que a sus cómplices y sus encubridores. La prueba de ello es la correspondencia exacta entre la planificación de la Solución Final en Wansee en 1942, y las cartas de los soldados a sus familias autoeximiéndose basados en el derecho creado al efecto.

La suya fue una lucha de reconocimiento del derecho a la verdad y a la reparación muy denostada, pero coronada cuarenta años después. Hoy el silencio no es una mera omisión común, sino un acto conspirativo e imprescriptible —incluso en la justicia transicional—, cuya impunidad debe ser derribada en nombre, no del revanchismo ni del odio, sino del legítimo derecho a la memoria.

En Chile este periplo recién comienza.

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