C.R.
El libro de Carolina Benítez, Palabra oído sumergida en el fuego (Mago, 2025) es uno de esos en que los poemas se imponen con la densidad y hasta el volumen de las cosas, jugando -como ellas- a esconderse y a desaparecer, en la medida en que a ratos no se dejan leer más allá del lenguaje, no se dejan asir más que como una cosa del lenguaje. Y esto es así porque tienen su forma de instalar el silencio y el enigma: sintaxis cortada, espacios en blanco, relaciones que parecen arbitrarias, dispersión de campos semánticos, sintaxis extraña, ya desde el título: ¿cómo puede una palabra sumergirse en el fuego? Se adhiere este poemario a una de las concepciones poéticas más aceptadas: la poesía abre el espacio de lo no dicho; la poesía solo puede sugerir, nunca explicitar.
El libro comienza con dos epígrafes. El primero, de Antonin Artaud, adelanta dos rasgos de los poemas: obra y vida están compenetradas, y la vida es un arder en interrogaciones. De allí se sigue, en conexión con los poemas, que escribir y vivir son una misma cosa; y siendo así, escribir es también arder en preguntas. Escribir es errar, en sus varios sentidos – vagabundear, equivocarse, divagar-, transar con las materias, poner el cuerpo, hacerlo interrogación. El segundo epígrafe, de Nadia Prado, despierta un escenario de catástrofe, donde un cuerpo flota. Este texto irradia en los poemas de Benítez, ya que estos discurren como un acontecer, plasman escenas que quedan detenidas en la página como si hubieran atrapado el tiempo para hacerlo estático. El acontecer debe ser interrogado, aunque no nos dé respuestas o nos dé respuestas equivocadas. Queda el acto de la interrogación.
Podemos observar algunas líneas de sentido: 1) del cuerpo se prefiere el ojo, el oído, las piernas y los pies; 2) de las catástrofes, los incendios; 3) de las acciones, bailar y balbucear; 4) de los espacios, el hogar-casa, el río, el océano y el bosque; 5) de los elementos, el fuego; 6) de los estados, el sólido, la materialidad del cuerpo, astillas, árboles quemados; 7) de las personas gramaticales, la segunda.
En ese movimiento de imponer un léxico para nombrar, se deslizan varias metáforas vaticinadoras, como si el poemario fuera un programa de lo que pasará: las palabras son árboles, las palabras son astillas, material para el fuego; el cuerpo es un bosque que también está destinado al fuego; cuerpo y palabra son material de incendio; la poesía invoca a la catástrofe, la poesía arderá.
Pero en el juego de las aparentes voces, las personas gramaticales en breves momentos ceden al yo, y lo que era escena y registro o tímida interpelación se empieza a volver vivencia personal: “│Recuerdo ese viernes…│” (p. 39). De todas maneras, se siguen dibujando escenas de una catástrofe que es previa y posterior al poema, de la misma forma que lo es la interrogación. Se intenta plasmar un acontecimiento excepcional como si fuera algo cotidiano, la extrañeza que queda en el poema es propia del acontecimiento sumergido.
Lo cierto es que los poemas trazan un escenario, una maqueta de escenario que espera llenarse de personajes y ser habitado como se habita un paisaje, no con vocación de hogar, sino de estadía veraniega, de habitación ensayada, de un teatro mudo, lo mismo que el lenguaje que se busca para nombrar todo esto.
Personalmente, me atraen esos breves instantes en que asoma la primera persona, instantes en que se ve a alguien vivir la pregunta, habitar la escena: un pie que se desliza por un hombro, encontrar el sitio, recordar ese viernes, recostarse sobre una rama torcida, querer ser parte de algo. Al fin y al cabo, es de eso de lo que se habla en este poemario, de lo ajeno, de lo propio, de pertenecer, y, por cierto, de la pérdida. Podríamos decir que en él se indaga en los escenarios donde fue lo que ya no es. La conducta del sujeto poético implica errar, vagabundear, trazar recorridos por la vivencia para retener y detener el tiempo, que es siempre el marco de nuestra catástrofe personal. El poder de la palabra poética ante el tiempo está en nombrar, convocar, recordar, como la única manera que tenemos de desafiarlo.