Reseña literaria: Contar mi/su/nuestra/ historia

20 de Septiembre 2025 | Publicado por: Diario Concepción
Fotografía: Contexto

C.R.

Posiblemente, la mejor manera de contar la historia propia sea abordándola a retazos, de manera no cronológica y no lineal, porque contar la historia de uno es también contar la de otros/as, sobre todo si se pertenece o se ha vivido en una cultura comunitaria. 

Cuando una mujer mapuche emprende esta tarea, el sentido de comunidad, que ha sido intervenido por la “herida colonial”, puede convertirse en una pesadilla, porque es en su seno donde se forja una identidad también herida. Pertenecer significa también renunciar, ceder, entregar o participar en parte, incluso, renegar. Es lo que sucede con Rosa Paillafil, la protagonista de la novela de Adriana Pinda, Llanka Piwke. Primer retazo (Amukan, 2023), quien aborda la separación de su hijo Juan, a quien le escribe numerosas cartas que se nos dan a leer. Rosa es una y es otras mujeres, cuenta su historia, pero eso la obliga a contar la de los demás, la de su madre, ya muerta; la de su abuela materna, la Kaipillay, quien la crió con dureza; la de su padre, a quien ella le encarga el hijo cuando decide irse a trabajar a Santiago; la de su cultura. 


Distintas entradas, distintas tipografías y distintos registros idiomáticos van tejiendo narraciones diversas o diversas formas de narrar. Por momentos, el libro se vuelve lírico; en otros, epistolar; en otros, crónica, documento histórico, relato onírico y mito. 

La historia narrada no es fácil de resumir, porque se compone de varias líneas argumentales y de sucesos no del todo claros, que se mezclan con sueños, como el sacrificio del niño Juan, quien, en algún nivel de realidad es entregado a las aguas para calmar la furia de la serpiente Kai Kai. De ser esto un sueño, ¿qué representa? La desprotección del niño, el sentimiento de culpa de la madre, por ejemplo; o la distancia insalvable entre esta madre y su hijo, entregado a la que parece ser voracidad de la cultura que lo adopta como niño champurria, mestizo.  


Dentro de los retazos de esta historia, el que se refiere al nacimiento de la escritura en Rosa, resulta muy interesante: “Rosa aprendió a escribir solo porque quería dejar de ser ella misma” (p. 17). Más tarde, ella desea que su hijo vaya a la escuela y aprenda a escribir, “sino (sic) ¿cómo podrás volar y valer?” (p. 36) Pero también Rosa usa la escritura para desprenderse de su ser mapuche -cree ella. El deseo de ser otra la lleva al deseo de ser winka, la cultura que es valorada: “Siempre quise aprender de otras cosas y sobre todo, quise aprender a escribir las letras, estas letras con que digo ahora para que ustedes al fin me vean… y sepan que soy la Rosa, la Rosa Paillafil y que también valgo (pp. 46-47). El desprecio de los otros anida en ella en la forma de un autodesprecio.

En ese odiarse a sí misma, ella busca en la escritura liberarse de su identidad. Como se observa, se invierte uno de los sentidos que solemos darle a la escritura propia, esto es, su vínculo con el encuentro del ser más íntimo, su capacidad de facilitar o incluso proveer la propia identidad.


La novela parece querer decirnos que cuando esta identidad se encuentra rota y es manipulada por distintas formas de coerción, la necesidad de autoliberación puede asumirse como el desafío de autoconstruirse como otra, lo que implica buscar acceder a las herramientas de ese otro, que es también su enemigo.

En esa apropiación se forja una suerte de autoenajenación desde el punto de vista de la raíz identitaria, pero autodescubrimiento respecto de una otredad asumida como liberadora. Al fin y al cabo, cada persona tiene derecho a las formas de autodeterminación que le permiten realizarse.


La novela, y esto es, a mi parecer, lo que la hace conmovedora, no juzga a Rosa Paillafil, le entrega la palabra, la deja desenvolverse ante nosotros en su realidad y en su fantasía, en su decir entrecortado, monologante, socialmente mudo y herido de mujer, madre y mapuche.