El cursus honorum de Roma, fijaba con extrema rigurosidad la sucesión de cargos que debía desempeñar un ciudadano, desde el ingreso a la magistratura, estableciendo condiciones bastante exigentes para un joven patricio, progresando a los cargos de mayor responsabilidad y prestigio, dependiendo de la evaluación del desempeño en las tareas anteriores.
Así, no se podía postular a Cuestor con menos de 29 años y debía ser posteriormente elegido como Edil antes de postular a Pretor y posteriormente al más alto cargo de Cónsul. Contemplando los exigibles años de intervalo entre una posición y la siguiente era imposible ser elegido cónsul antes de los 42 años de edad, para eso estaba el omnipresente y omnipotente Senado.
Un proceso tan estructurado como ese marcaba a los altos funcionarios romanos con algunos atributos que determinaban un posicionamiento natural en la sociedad, más allá de marcas en las togas, o la intimidadora compañía de sus lictores. Se trataba de la auctoritas, gravitas y virtus, que no necesitan traducción desde la lengua madre, con algunos resguardos, ya que la auctoritas no era una delegación de funciones, ni una envestidura de poder concedido, sino una evidente autoridad moral, una certeza de ser obedecido, de tener la razón, por estar sus decisiones basadas en la experiencia propia y la de la tradición. Gravitas, como la seriedad, la dignidad del cargo, por sobre la persona, en el opuesto de superficial e irreflexivo y virtus, en lo del recto proceder.
En parte ese era el perfil que se esperaba de aquellos que debían administrar la enorme maquinaria del estado. Debe ser por eso que para muchos ciudadanos criados a la antigua, muchos de los actuales candidatos no parecen dar el ancho.
PROCOPIO