Ciudad

Charlottesville y Barcelona, reflejo del mismo fenómeno

Por: Diario Concepción 20 de Agosto 2017
Fotografía: Archivo

Constanza Fernández Danceanu
Abogada y analista internacional
Directora de Ciencias Políticas y Administración Pública
Universidad San Sebastián

Estos últimos días hemos presenciado imágenes de terror alrededor del mundo. Partamos por Estados Unidos. Una pequeña ciudad del Estado de Virginia, Charlottesville, en la que solo viven 40 mil habitantes y que es reconocida como la cuna del tercer Presidente de EE.UU., Thomas Jefferson, se convirtió en el centro de las miradas el pasado 12 de agosto, cuando se efectuó la marcha “unamos a la derecha”, la que convocó a grupos supremacistas blancos, nacionalistas blancos, neonazis, miembros del Ku Klux Klan y otros los grupos extremistas. Los enfrentamientos entre dichos grupos y personas que manifestaban en su contra dejaron un total de tres personas fallecidas y 34 resultaron lesionadas. El gobernador de Virginia, Terry McAuliffe, declaró estado de emergencia, y el fiscal general, Jeff Sessions, describió lo ocurrido como terrorismo interno.

Luego de ver a los manifestantes con armas, esvásticas, banderas confederadas (que representaron a los estados del sur durante la guerra civil de Estados Unidos de 1861 a 1865, los que querían continuar con la esclavitud), mensajes anti semitas y anti musulmanes, y letreros de Trump/Pence, no es de extrañar que Charlottesville se haya convertido en un símbolo para el movimiento supremacista.

Lo más complejo es que el Presidente Trump no fue capaz de condenar lo que pasó inmediatamente. Le tomó tres días y solo señaló que hay que culpar a “ambos lados”, ya que “hay un grupo en un lado que es malo, y otro grupo en el otro lado que fue muy violento”. Con estas palabras Trump iguala a supremacistas con aquellos que creen en la igualdad de derechos. Y de paso reafirma que este tipo de manifestaciones son correctas. Su eslogan “Make America Great Again” (Hagamos a América grande otra vez) glorifica al nacionalismo, lo que ha sido interpretado –de acuerdo al análisis de la ONG Human Rights Watch– como “una luz verde para organizar futuras demostraciones que adhieran al racismo, la xenofobia y la discriminación”. En efecto, uno de los supremacista de la marcha señaló a Fox News que “los comentarios de Trump estuvieron bien. No nos atacó. Cuando se le pidió que condenara, él solo salió del lugar. Muy, muy bien. Que Dios lo bendiga”.

Fobia hacia los pobres

La Declaración Universal de Derechos Humanos, en su artículo 1 dice que “todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros”. Desde esa igualdad y fraternidad nace un principio igual de básico: el límite a la libertad de expresión es la incitación al odio. Es por ello que, por paradójico que sea, para ser tolerantes no podemos tolerar la intolerancia. Ninguna manifestación, por mayoritaria o democrática que pueda ser, puede violar los derechos de las minorías. La lucha de miles para tener hoy un ordenamiento jurídico que protege derechos y libertades no puede ser olvidada debido a la involución de unos pocos.

Esta lógica aplica de igual manera en nuestro país. Pareciera que todos nos ponemos felices el sombrero de los derecho humanos, pero lo guardamos rápidamente cuando estos derechos deben ser aplicados a extranjeros. En realidad, a ciertos extranjeros. En Chile recibimos con los brazos abiertos a los europeos y a los estadounidenses, pero cuando vemos a un haitiano, dominicano o colombiano la cosa cambia. Vivimos en un mundo en el que la xenofobia ha sido reemplazada por la aporofobia. La fobia no hacia los extranjeros, si no que hacia los pobres. Nos duele cuando nos dicen ‘sudacas’, pero la apología estadounidense a la supremacía blanca que tanto nos horroriza es vivida por nuestros migrantes cada día.

El ataque “de moda”

Lo anterior me lleva a Barcelona. Hemos visto ataques similares, un vehículo atropellando a personas en una concurrida calle de una ciudad turística en Europa, ya varias veces. Londres, Niza, Berlín y un lamentable largo etcétera. Es la técnica “de moda” del DAESH, el autodenominado Estado Islámico, quien ya se adjudicó los dos ataques del día 17 de agosto: en Las Ramblas de Barcelona y en Cambrils, Tarragona, los que dejaron a 14 personas muertas y a más de 100 heridas. Y aunque nos sigue doliendo, seguimos sin comprender la raíz del problema: la separación entre nosotros y ellos.

Nacionales y extranjeros. Blancos y negros. Católicos y musulmanes.

Mientras la vida de los otros tenga menor valor que la de los nuestros, seguiremos presenciando los horrores que vivimos estos días. En Charlottesville y en Barcelona el problema es exactamente el mismo. ¿Creerá Trump que también hay que culpar a “ambos lados” cuando se trata de un atentado
del DAESH? ¿O vamos a condenar al terroriswmo cuando es perpetrado por ‘los otros’, y vamos a justificarlo cuando es cometido por ‘los nuestros’? Nuestra sociedad necesita una mirada introspectiva, en la que nos demos cuenta que lo que señalamos en la Declaración Universal de Derechos Humanos adoptada en 1948 fue cierto en esa época y, por cierto, sigue siéndolo hoy.

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